Cuando confío en mis sensaciones y trato de no hacerme problemas, no darles vuelta en mi cabeza, logro no quedar atrapada por mi propio juicio con respecto a lo que ocurre en mi vida.
Ahora me resulta claro que no es bueno para mí quedar atada al pensamiento repetitivo que regurgita los problemas.
Al dejarme ir, al abandonarme, al disfrutar y confiar en la bondad fundamental que hay en este momento, aquí y ahora, puedo permanecer en contacto con la corriente eterna de la vida, que no se mueve con mis conflictos.
Mi vida se compone de mis experiencias.
Ellas forman el escenario donde se desarrolla la obra de teatro, es decir, mi vida.
Cuando suelto mis pensamientos, sin atarme a ninguno, no quedo atrapada en viejas versiones del mismo espectáculo.
Me muevo con el flujo.
Especialmente viviendo en el silencio es que encuentro mi temperamento.
Aquellos aspectos de mí, que me he negado a experimentar, a enfrentar a lo largo de mi vida.
Ahora permito que se expresen.
Confío en que la forma áspera en que lo hacen, se fusionarán para fortalecer mi centro en el espacio silencioso.
Tengo la impresión de que la vida nos envía constantemente más energía, la que provoca que el barco en el que navegamos enfrente olas cada vez más altas.
Al volver al silencio interior, puedo mantener mi equilibrio y encontrar el coraje para ser fiel a mí misma.
Este es el desafío que todos enfrentamos.
Adoro vivir en el silencio.
A veces la vida me pone obstáculos que perturban este estado.
En tal caso la intuición se presenta de una manera inconfortable.
Me pongo triste, me siento irritada o enfadada y pierdo mi armonía habitual.
Si entiendo cuál es el mensaje que desea expresarse y si tengo el coraje de sintonizarme con una nueva dirección, la desarmonía disuelve.
Me doy cuenta de que hice lo correcto cuando noto que las piezas del rompecabezas se ordenan solas.
Una vez que esta interrupción se ha disuelto, noto que la fricción me ha hecho ganar fuerza interna.
En tal momento vuelvo a vivir en el silencio.